viernes, 29 de julio de 2011

Un golpe de suerte. Carla Artekian según el genial José Firgerio

A veces pasa, después unos años la gente se vuelve a cruzar. Quizás con un golpe de suerte.

Carla Artekian según José Frigerio. Dibujo en lápiz exclusivo de José Frigerio para ¿Dónde está Martín Torres?

Todo empezó unos días antes, después de que le di la
mano a Esteban Abund, director de la revista Erre. Ella
entró súbitamente a la pequeña oficina y le dijo a él que
tenía un llamado. Él se levantó y salió. Yo quedé observándola.
Ella se acercó al monitor de la computadora. Se
apartó de la cara con dos finos dedos el cabello negro,
lacio y largo. Sus ojos tristes y oscuros se cruzaron con
los míos. Era esbelta. Se acercó con un movimiento de
cintura.
—Hola, Martín —dijo.
—Carla Artekian... —la reconocí.
—¿Cómo andás? —preguntó con suavidad.
—El mes pasado entregué una nota. Parece que les
gustó porque me acaban de tomar.
—¿Redactor?
—Colaborador permanente.
Echó un vistazo hacia un costado, sobre el escritorio.
—Vi tus papeles hace unas semanas —retomó—. Me
preguntaron y dije que te conocía.

Fragmento de “Un golpe a chapa con sordina II” (Destreza Felina, ediciones Del Dragón, noviembre 2009).

martes, 5 de julio de 2011

Las chicas sólo quieren divertirse. Primer capítulo.

-Por favor, los interesados presentarse -pidió el director de la junta de nombramientos-.
Me levanté de la butaca. El salón de actos era amplio. Fui hacia el escritorio. Sentí los pies fríos y muy mojados. Hice el camino en soledad. Subí los tres escalones. Entregué mi documento a la vocal primera de la junta.
-¿Acepta el cargo? -preguntó la mujer en tono impersonal-.
Miré para los costados. La vocal hizo una mueca con la boca. Dije que sí. Luego, un instante de silenciosa espera hasta que el director de la junta en voz alta y tono retórico afirmó a un auditorio desértico:
-Si no hay ni oposiciones ni otros postulantes, el licenciado Torres toma las horas cátedra de la materia Periodismo I del curso de cuarto año en el colegio de enseñanza media Adalmero Solanas -siguieron los datos del colegio-.
Estreché las manos de cada uno de los miembros de la junta. Me di vuelta para bajar los tres escalones. Atravesé el salón vacío. Llegué hasta la puerta del edificio. Me largué a cruzar avenida Paseo Colón bajo la lluvia torrencial. Sonó mi celular y lo atendí.
-¿Cómo te fue? -preguntó Carla Artekian, la jefa de redacción-.
-Bien. Tomé las horas de profesor suplente en el Colegio.
-¡Felicitaciones!
-No me felicites. No tuve que hacer nada. Fui el único que se presentó al concurso. La lluvia fue una bendicion para mi.
Risas por la línea. Luego silencio.
-¿Alguna novedad de la entrevista con el coronel? -pregunté-.
-Esteban siguió insistiendo. Es muy difícil que acepte.
El agua volvía a llenarme los zapatos.
-La información era buena –dije-.
Me acurruqué en el sobretodo. Corrí en busca del refugio de un balcón.
-Vino de un abogado del organismo –confirmó ella-. El tipo está acá. Estoy segura. Pero siguen sin levantar el teléfono. Ni el coronel ni su secretaria ni nadie.
Nos saludamos. Corté.
El colegio Adalmero Solanas quedaba en el tranquilo barrio de Versalles. A las siete y media de la mañana, en la primera oficina a la derecha del patio, firmé la entrada a mi flamante trabajo. Una mujer delgada de unos treinta y pico de años, de cabello largo color caoba, lacio apenas ondeado en las puntas recogido en lo alto de la cabeza observaba detrás del escritorio.
-¿El suplente de Periodismo I? -dijo-. Bienvenido -agregó-. Soy la secretaria. Melina Vélez.
Sonrió con calidez. Me acompañó al primer piso, en donde me presentó a Mariano Salcedo, preceptor de cuarto año. Fuimos a la puerta del aula. El entró y pasó lista. Luego fue mi turno. Más de 40 chicos y chicas de 16 y 17 años. Para esa cantidad, el salón era pequeño. Pero agradable. Pasada la presentación, saqué del maletín un artículo para leer en clase. Pregunté quién podría hacerlo.
-Yo -gritó una chica de bucles castaños y ojos amaderados-.
Se levantó de una salto desde la mitad del salón. Le pregunté el nombre.
-Silvana -expuso una sonrisa amplia-.
-¿Apellido?
-Gallo. Silvana Gallo.
Puse el texto en su pupitre. Comenzó a leer. Me senté en el escritorio, abrí el registro y busqué su nombre en la lista.
El timbre del recreo sonó unos minutos pasadas las 9. La primera clase había llegado a su fin. Los estudiantes salían. Un mochacho delgado, alto y de expresión apagada se acercó al escritorio. Se apellidaba Bouna. Quedó observando los periódicos del día.
-Están todos -comentó-.
Asentí.
-¿Los lee todos, profesor?
-Es parte de mi trabajo.
Dos chicas se acercaron a la mesa. Una de ellas era Gallo. Tras ellas, otros estudiantes.
-¿Escribe para alguno de ellos? -preguntó Bouna-.
-A veces.
-¿Para cuál? -insistió él-.
-¿Usted es famoso? -interrumpió Gallo-.
Sonreí. Negué con la cabeza.
Sonó mi celular desde adentro de mi maletín. Lo saqué. Un mensaje de texto. Entró al aula Mariano Salcedo. Tome una birome, anoté la fecha, firmé el registro y se lo entregué. Los adolescentes insistían con su curiosidad. Hablé un poco con ellos mientras manoteaba la mesa ya casi vacía en busca del celular. Por un instante el pequeño aparato estuvo desaparecido. Pero lo encontré cuando pasé los dedos junto al maletín.
-Nos vemos la semana que viene -dije-.
Me calcé la correa del maletín al hombro. Salí de allí.
Era una mañana fría y soleada. En la calle tomé el teléfono celular. El mensaje era de Carla.

lunes, 24 de enero de 2011

Como un gato en la ciudad



Comentario acerca de DESTREZA FELINA en el periódico TRAS CARTÓN publicado el 14 de enero del 2011:


Por Vanesa Kandel

Según lo explica en el prólogo el mismo autor, Destreza felina y otros relatos urbanos (Ediciones Deldragón, 2009) reúne una serie de relatos firmados por el periodista apócrifo Martín Torres, que fueron publicados en la sección “Fantasías urbanas” de Hormigas y Cigarras, periódico barrial de Villa del Parque, entre los años 2005 y 2007 (excepto el primero, “¿Y dónde está la policía?”, que en rigor apareció en Tras Cartón). Diego Orfila, también periodista –ha colaborado en distintos medios, entre ellos el nuestro– y cofundador de Hormigas y Cigarras, es el creador de Martín Torres y del libro que presentamos en esta oportunidad. Como es de esperar de un volumen que promete relatos urbanos, las páginas de Destreza felina… están atravesadas por la ciudad; la ciudad y sus circuitos, sus recovecos; la ciudad y sus circunstancias. Sin embargo, decir sólo eso equivaldría a no decir casi nada. Lo que distingue a estos relatos es el recorte operado por el ojo avizor de Martín Torres, personaje central y narrador de casi todas las historias que discurren en el inconfundible paisaje contemporáneo que conforman Buenos Aires y su conurbano. Destreza felina… abre y cierra con dos escenas de hurto callejero sorprendidas casualmente por Torres. Inmutable, el narrador describe ambas secuencias con frases cortas y cerradas, apenas hilvanadas, que persiguen los movimientos de los protagonistas e intentan capturarlos con precisión fotográfica. En el primero, titulado sinuosamente “¿Y dónde está la policía?”, una mujer en medio de la vorágine que circula por el centro porteño convoca la atención del periodista con un grito y una increpación: "Sucedió en un instante. Los dos tipos se largaron a correr, uno de ellos con algo en la mano, posiblemente un teléfono celular o una billetera. La mujer giró por su derecha, con las rodillas levemente flexionadas. Su rostro apareció ante mí desgarrado en un alarido grave. Los tipos ya habían saltado por sobre el arco que forman los escudos de las provincias (…). '¿Dónde está la policía en este país?', fue la frase áspera que coronó el grito de ella. Era una bella mujer asustada. Se apretujó la cartera contra el abrigo y se largó a correr hacia Cerrito”. En “Destreza felina” –último relato– la víctima es secundaria: "(…) un alarido. Una mujer joven y entrada en kilos (…)". Nada más se dice sobre ella. Ni un comentario acerca de su reacción, de sus posibles movimientos. Nada. Aquí, el héroe indudable es el ladrón: "Ni siquiera lo vi pasar por mi lado. Corrió a toda máquina en diagonal hacia el costado derecho del edificio de la estación del ferrocarril. Sus largas piernas volaban subiendo y bajando cordones de vereda. Pasó limpio entre mucha gente. Algunos intentaron ir tras él. Pero nadie estaba en condiciones. Si logró pasar el tránsito de camiones bajo la autopista, entre Lima Oeste y avenida Hornos, aún está vivo".Lejos de ese otro gran relato que presenta la inseguridad urbana como un monstruo baboso de sangre y malignidades, Destreza felina… nos devuelve una imagen más efímera y banal. Sin dramatismos, sin policía, sin “luces, cámara y acción”; mediada, eso sí, por la pluma acechante de Martín Torres.

Fuente: periódico TRAS CARTÓN, enero 2011. http://www.trascarton.com.ar/noticias/113-enero-2011/540-como-un-gato-en-la-ciudad.html

martes, 26 de octubre de 2010

Bocetos de Carla Artekian

Versión electrónica. Menos naturalidad pero fiel al cabello oscuro que aparece en DESTREZA FELINA.

jueves, 5 de agosto de 2010

Un disparo es suficiente

Por Diego O. Orfila

Martín Torres tiene algo que decir.
Esta vez, el periodista Torres habla de sí mismo.
A continuación, este es él mismo.
Se recomienda lleer "La clase de tango", de DESTREZA FELINA y otros relatos urbanos.


Llevo el estigma del fracaso. No tengo contrato fijo. No tengo esposa ni hijos. Soy periodista. Como si todo esto fuera poco, una noche de sábado, hace bastante tiempo, un tipo sacó un revolver y me disparó. Erró, por suerte. El tiro no fue suficiente para matarme ni para impedir que lo fotografiara. Pero sí para llenarme de miedo. Que alguien haga esfuerzos y ponga dedicación en matarme, me provoca una sensación que no se la deseo a nadie.
Salvador Dinjer, es el nombre del que disparó –no lo sabía aquella noche-, estaba una mala posición de tiro. Él, abajo, al pie de la escalera ancha que subía a un gran salón de baile. Yo, su blanco, en los primeros peldaños altos de la misma escalera. Yo bajaba hacia él. Un blanco en movimiento. Disparó con un calibre veintidós. Mucha distancia para tan corto alcance. Para acertar en mi cuerpo, Dinjer debería haberse acercado o haber efectuado dos o tres disparos. Pero intentaba escapar. Ya casi estaba en la puerta de salida.
Una vez que Dinjer disparó y erró, yo quedé paralizado. Agachado unos segundos o minutos o siglos que, vueltos en el recuerdo, sucedieron en otra galaxia. Aquella fue una noche larga. Cuando tomé conciencia de que mi asesino ya no estaba allí, me incorporé. En seguida, tuve una amarga charla con Carla Artekian. Eso empeoró aun más mi confusión. Pasamos la noche declarando en la comisaría, sin hablarnos, junto a mucha gente. Y hasta tuve que radicar una denuncia por intento de homicidio. Me fui a casa cargado de transpiración e imaginaciones espantosas que me impedían sentir el cansancio. No dormí.
Durante la semana, escribí la nota respectiva y traté de despegarme del asunto (imposible del todo: hay juicios pendientes). En lo sucesivo, seguí publicando artículos. Pero mi firma comenzó a ralear. Decidí mandarme a guardar. Mi asesino fracasado estuvo libre un tiempo. Después cayó preso. Pero otros cómplices de Dinjer siguieron libres. Y yo, insisto, a que negarlo, tenía miedo.
Me empleé en otras artes. Profesor. Librero. Cosas que se hacer. Cosas que hago cuando se que alguien hice esfuerzos y pone dedicación en eliminarme. Ese alguien sabe que fui periodista. Así pasaron los meses. Otros trabajos. No más periodista.
Sin embargo, más tarde o más temprano, el tiempo impone una distancia (imposible del todo: hay juicios pendientes). Fui a bares. Me encontré con gente. El asunto primero aparecía en las conversaciones como una situación que preocupa. Una especie de recuerdo siempre cercano que trataba de evacuar. Veía a un amigo y le decía:
-Hablando de ese tema, no sabés lo que me pasó a mi. Un tipo, a la salida de un salón, sacó un revolver y me disparó... –y me tomaba la frente con la mano-.
Se lo conté a una chica. Fue una anécdota. A ella le llamó la atención. Pero yo quise salir del tema. La historia se ablandó. Empecé a manejar los tiempos del relato. Hasta que apareció una mujer. Alta. Empalagaba. Yo reía. Dije:
-Fue como un duelo. El tipo sacó un 22. Un arma de corto alcance. Yo, en cambio, tenía una vieja cámara réflex. Pero con un zoom importante. Podía fotografiar un águila en vuelo a mil metros. Él erró. Yo no. Él está preso. Y yo acá. En esta banqueta, con vos -y seguían muchas risas-.
Después de eso, me asaltó la idea. Tenía que volver. Nuevas notas. Nuevos relatos que contar.
Nuevos riesgos que correr. Porque un disparo no alcanzó para impedir la fotografía que tomé. Pero sí para llenarme de miedo.
Ahora acostumbro mirar para atrás. También para el costado.
Porque, está dicho, estoy de vuelta. Pero hay gente por ahí. Y una sensación irreductible. Que está encerrada. Que puede volver. Trato de adelantarme. De predecir. De evitar el siguiente disparo. Puede no matar ni herir. Pero puede ser suficiente.

Martín Torres

miércoles, 23 de junio de 2010

Reímos como tontos

Atención todos. Una historia del nuevo Martín Torres.

Por Diego O. Orfila

El teatro a todas luces. La gente se acomodaba. Murmullos. Risas. Los acordes desordenados de la orquesta. Sábado a la noche para la clase media porteña. La voz estridente de una mujer joven. “Es liviano, el tiempo se pasa”, dice a los que están con ella. Nuevo trabajo de oficina para ella. Los abrigos a un costado. La luz se hacía más tenue. Silencio. La sala a oscuras.
¿Quién está a mi lado? ¿Mis padres están aquí? ¿Aún estamos en los años ochenta? ¿Aún estamos en democracia?
La sala a oscuras.
La manivela oxidada hacia atrás.
Bajamos la escalera ancha. La mañana se extingue hacia los túneles. Lo vimos de espaldas. Esperaba en el anden del subterráneo. Un hombre viejo. Delgado. Traje laboral. Bastante alto. Calvo en la coronilla, canas al costado de la cabeza. El resplandor en la redonda y oscura abertura. Al fondo de la vía. Llegó el subte.
El viejo caminó hacia la puerta automática. Lo seguimos de cerca entre la gente. Entró. Nosotros tras él. Dentro del vagón, se sienta en la butaca larga. El respaldo da sobre las ventanas de los costados. Bastante gente. Algunos parados. Hay espacio a los costados. Kirczum a la derecha del viejo. Yo a su izquierda. Nosotros las manos en los bolsillos. Nos estrechamos hasta apretarlo con nuestros cuerpos. KIrczum asomó sus ojos grises por entre el Montgomery. El viejo echó el torso hacia adelante. Apoyó las manos en los muslos. Algo duro y recto a la altura de las costillas, bajo el saco. Le hago una seña a Kirczum con el rostro. Él niega con la vista.
-¿Alfaro? ¿Carlos Alfaro? –comencé-.
La temperatura de mi frente descendió por un abismo.
El viejo nada.
-¿Estuvo en la base? ¿No era su especialidad? –insistí- ¿Aún es oficial? –bajé vista-.
El viejo nada.
-Mar del Plata. Necesita que se lo recuerde, Alfaro –Kirczum habló-.
El viejo nada.
El subte llegaba a la estación. Ingresó más gente el vagón. El convoy volvió a la marcha. Entre el suave bamboleo, apretamos aun más al viejo. Las manos de los bolsillos.
El viejo nada.
Los ojos grises de KIrczum. Devolví el gesto. Nos levantamos. Vamos en equilibrio hacia la puerta de salida del vagón. Ya estábamos sobre una nueva estación. Antes de que llegue nos dimos vuelta. Al mismo tiempo. Miramos el rostro. Las cámaras electrónicas. Flash. Una. Dos. Él. Yo. El rostro del viejo. Guardamos las cámaras en los bolsillos. Anteojos cuadrados y de metal. Muchas arrugas alrededor de los ojos. La boca es una raya horizontal casi sin labios. Mejillas y barbilla frágiles.
Nos perdemos entre la gente. Pero antes, su mano dentro del saco. Quizás un pañuelo al bolsillo interior. Quizás algo cuadrado y negro.
Saltamos del vagón. Escaleras arriba. Fuera de la estación. Salimos a la luz de un día. Frío en Buenos Aires. Quedamos respirando hondo al lado de gruesa baranda de boca del subte.
-Estaba calzado –dije-.
KIrczum quedó mirando la nada hacia la avenida Corrientes.
-Vi algo negro y cuadrado –insistití-. El mango, seguro.
-¿Viste?
Sacó un cigarrillo. Se lo puso entre los labios. Sonrió de costado.
-Se ve que te gusta el tamaño, Torres –una mueca de goma en su rostro-.
Kirczum movía la cabeza en una sonrisa que crecía. Era más bajo que yo. Tenía entradas muy pronunciadas en un cabello corto, ondeado, castaño claro.
-Boludo –dije-.
Estallé en una carcajada. Reímos doblados sobre el estómago, con las solapas levantadas de los cuellos. Un mechón me cayó sobre la cara. Reímos como tontos. Saqué una mano del bolsillo de campera con la máquina. Él hizo lo mismo.
Siempre existe el riesgo de que la técnica falle. Comúnmente no sucede. Además, teníamos el dato. No sería una gran nota periodística, pero con esa historia nos ganaríamos el mango.
Miramos los visores de nuestras cámaras digitales. Nos miramos frente a frente. Su cara estaba agria. MI expresión estaría igual. Apagamos los aparatos. Creo que no entendíamos nada.

martes, 15 de junio de 2010

Todos mueren alguna vez

A continuación un adelanto del Martín Torres que algún día, o un día de estos, volverá a las calles.

Por Diego O. Orfila

Luego de sucedidos los hechos y de que estos pasaran primero por algunos medios gráficos y después por la televisión, poco y nada se supo de la esposa despechada. La opinión pública ni siquiera registro correctamente su nombre y ella, anónima, siguió regenteando su local de antigüedades. El esposo, el asesinado Alberto Carmetti, pasó al olvido con igual facilidad. Hombre de 60 años, cara redonda de pronunciadas entradas en el cabello enrulado, sonrisa fácil, piel habitualmente bronceada y buen vestir, tuvo suerte en los negocios y a través de la concesionaria de autos –junto con su infortunado socio Carlos Garrido Marquez- pasó a jugar en las ligas del capital financiero. Sedujo y se dejó conquistar por. Liliana Doreau, empleada administrativa y mujer de confianza de la concesionaria, y sus problemas se amplificaron de forma exponencial. Lo novelesco de su muerte hizo que por un tiempo unos cuantos pensaran en él. Sin embargo, quienes lo lloraron y quienes sólo se le acercaron por curiosidad o conveniencia comprendieron que al final de la vida la gente tiene cuatro opciones: muerte natural, accidente, suicidio u homicidio. Todos mueren alguna vez.
Acerca de Salvador Dinjer, el autor material del asesinato de Carmetti, tampoco hay mucho que decir. Típica fuerza de choque mercenaria de políticos y punteros malvenidos, Dinjer se educó en los combates entre barras bravas. Luego del crimen, mencionó a Garrido Márquez como autor intelectual en sede judicial y desapareció de escena. Cumple su condena. Se comenta que entre las rejas se convirtió en un ferviente religioso. Pero eso ya no le importa a nadie.
Liliana Doreau, la oficinista amante de Carmetti, fue quien mayor simpatía despertó. Las revistas y la televisión repitieron una y otra vez esa fresca fotografía de archivo –levantada de la que originalmente publico Erre- en la que su rostro calzaba unos inmensos anteojos de sol, de peinado de cabello negro y lacio hasta la nuca y una amplia sonrisa abierta entre asombrada y deseosa. Pasado el primer impulso por aparecer en los medios, más producto de su miedo y su belleza que del anhelo de fama, esta chica voluntariamente soltera de 32 años hizo esfuerzos para que el mundo la olvidara. Y en parte lo logró. Necesitaba el anonimato para seguir su carrera de gestora y excelente lobby empresario. Seductora y discreta a la vez, la publicidad a largo plazo no le convenía. Con todo, además del occiso Carmetti, esta historia de encuentros provocados y desencuentros espontáneos, dejó tendido un cadáver más. Y aun está caliente.